Este
primer de septiembre hace 50 años que el obispo me impuso las manos para conferirme
el sacramento del orden, el sacerdocio. Han sido 50 años de búsqueda, de servicio,
de camino de la mano del Señor. Lo bueno que he podido hacer, va por cuenta de
Él. Es Él quien actúa, más allá de nuestros planes; incluso de los errores y
pecados saca algo bueno. Por eso le doy gracias, y canto con María “proclama mi
alma la grandeza del Señor”.
Además,
me sobran razones para dar gracias a toda la gente, vivos y otros ahora
difuntos, que Dios ha puesto a mi lado en todos estos años. Han sido “ángeles”,
es decir, mensajeros de su bondad para conmigo. Les agradezco su amistad, su
apoyo, su fe en mí, sus correcciones y consejos. Ellos, y ellas, son la prueba
más clara de que Dios siempre me salía al encuentro en el momento menos
pensado. Que Dios los bendiga, y que volvamos a vernos cuando estemos en su
presencia y lo veamos cara a cara.
He
experimentado el sacerdocio como un don de Dios. No lo he merecido. Sabrá Él
qué planes tiene conmigo. Que en mi debilidad se manifieste su fuerza, y en mi
miseria, su gloria.
A
veces me preguntan cuándo he tomado la decisión de ser sacerdote. Pero el sacerdocio
no es una decisión humana; y cuando lo es, sale mal; prevalece más el interés por
el dinero y los bienes; puede estar en el centro de atención la persona del sacerdote,
el “cura farandulero”; otros disfrutan del poder sobre los feligreses - hasta
el chantaje y abuso espiritual; otros simplemente se “sienten alguien” porque
tienen cierto “rango” en una organización de mucha influencia. Pero no; la
llamada al sacerdocio es una decisión de Dios. Es una vocación. Es Él quien llama.
Por eso no importa a qué edad uno percibe la vocación. Unos oyen la llamada
siendo adultos. Otros, como yo, cuando son niños; yo tuve mi primera llamada
que recuerdo conscientemente a los 10 años. Y hay otros hechos en mi vida que
me convencen de que “Dios me ha escogido desde el vientre materno” (Gálatas
1,15). Por eso no importa la madurez del hombre cuando Dios lo llama. Dios se
las ingenia para hablarle en un lenguaje que el hombre entiende, por más inmaduro
y descabellado que parezca más tarde. Por eso, la vocación no es algo que se
tiene o no; es la iniciativa de Dios; lo nuestro es la respuesta, porque “Él
nos amó primero” (1 Juan 4,10). Como leí hace poco: “Dios no escoge a los
capacitados, sino que capacita a los escogidos”. Por eso la vida del sacerdote es
un proceso, un camino, que implica purificación, crecimiento interior, maduración
a lo largo del tiempo, y una relación siempre más profunda e íntima con Dios.
Porque el sacerdote, como Cristo, “se consagra, para que también ellos sean consagrados”
(Juan 17,19). Somos “siervos inútiles” (Lucas 17,10), que deben “menguar para
que Él pueda crecer” (Juan 3,30).
Gracias
a todos, y sigan orando por mí.