Miguel Arcángel |
Hemos llegado a un
grado de mucho odio y mucha hostilidad. La gente busca protección, y algunos
rezan a San Miguel Arcángel. El arte nos lo presenta como este héroe de Dios
que pelea las batallas para defender los intereses del Señor. Esta imagen viene
de un texto del Apocalipsis: Después hubo
una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El
dragón y sus ángeles pelearon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para
ellos en el cielo. Así que fue expulsado el gran dragón, aquella
serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y que engaña a todo el mundo.
Él y sus ángeles fueron lanzados a la tierra (Apocalipsis 12,7-9). Allí
sigue haciendo la guerra a los creyentes.
Nuestro error es
que nos imaginamos una guerra como la conocemos, con armas, con sangre, y con
la victoria sobre el enemigo - y, por supuesto, los victoriosos ¡somos
nosotros! Pero no debemos caer en este error. El nombre hebreo del ángel nos
indica de qué se trata: MI KA EL, ¡QUIÉN COMO DIOS! Es como un grito que nos despierta
de nuestra inconsciencia, de nuestra confusión donde todo es igual, donde no
hay escala de valores, donde reina “la dictadura del relativismo”. Es como exigirnos
una toma de consciencia, que clarifiquemos nuestras prioridades y definamos cuáles
de nuestras relaciones son importantes. Se trata, pues, de una lucha interior,
pero una lucha sosegada, tranquila. Simplemente, se trata de tomar una decisión,
de responder esta pregunta de quién es como Dios.
MI KA EL |
San Pablo nos habla
de las “armas” que se usan en esta “lucha”:
Así que manténganse firmes, revestidos de la verdad y protegidos por la rectitud.
Estén siempre listos para salir a anunciar el mensaje de la paz. Sobre
todo, que su fe sea el escudo que los libre de las flechas encendidas del maligno.
Que la salvación sea el casco que proteja su cabeza, y que la palabra de
Dios sea la espada que les da el Espíritu Santo. No dejen ustedes de
orar: rueguen y pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu. Manténganse
alerta, sin desanimarse, y oren por todo el pueblo santo. Oren también
por mí, para que Dios me dé las palabras que debo decir, y para que pueda hablar
con valor y dar así a conocer el designio secreto de Dios, contenido en el
evangelio. Dios me ha enviado como embajador de este mensaje, por el
cual estoy preso ahora. Oren para que yo hable de él sin temor alguno (Efesios
6,14-20). El escudo es nuestra fe. Cuando confiamos en Dios, las calumnias,
amenazas, o dobles discursos, no podrán hacernos daño. El saber que estamos
salvados, perdonados y amados por Dios, es como un casco que evita que “perdamos
la cabeza”. Y, hablando de armas “de ataque”, nuestra “espada” es la palabra de
Dios, la Verdad. Suena sencillo, casi increíble; pero los regímenes despóticos
saben muy bien por qué persiguen a los profetas - estoy pensando en Mons. Oscar
Arnulfo Romero, de El Salvador - , por qué les molesta tanto que se sepa la verdad.
Porque la palabra de Dios tiene vida y
poder. Es más cortante que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo
más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete
a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón. Nada de lo que Dios ha
creado puede esconderse de él; todo está claramente expuesto ante aquel a quien
tenemos que rendir cuentas (Hebreos 12,13s). Que la victoria de Cristo no
es fruto de guerras con armas humanas, lo dice también San Pablo: Entonces aparecerá aquel malvado, a quien el
Señor Jesús destruirá con el soplo de su boca y reducirá a la impotencia cuando
regrese en todo su esplendor (2Tes 2,8). El “soplo de su boca” es la
palabra del Señor (Isaías 11,4).
La fuerza de esta Palabra
parece muy precaria. Sin embargo, es la palabra del Resucitado; no puede ser encarcelada,
ni mucho menos eliminada. El sumo sacerdote
y los del partido de los saduceos que estaban con él, se llenaron de envidia, y
arrestaron a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública. Pero un ángel
del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel y los sacó, diciéndoles: “Vayan
y, de pie en el templo, cuenten al pueblo todo este mensaje de vida.” Conforme
a esto que habían oído, al día siguiente entraron temprano en el templo y
comenzaron a enseñar (Hechos 5,17-21). En los Hechos de los Apóstoles hay
otros textos más que hablan de lo mismo.
Una última
advertencia: Por supuesto, nos gustaría ver la victoria. Pero la victoria es de
Dios, no de nosotros. Eso puede exigir que se dé la victoria de la palabra
precisamente a través de nuestra derrota, de nuestra muerte. Es la palabra la
que cuenta, no nuestra vida terrena. Si asumimos esto, nos hacemos verdaderos
testigos de la palabra - y participaremos en su victoria.