Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

9.8.14

La mujer adúltera


En María vemos la santidad de la Iglesia. Siendo modelo de los creyentes, ha respondido, desde siempre y cabalmente, a la voluntad del Señor. Pero la Iglesia es también pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. Los discípulos que después de Pentecostés iban a actuar, llenos y guiados por el Espíritu Santo, no han sido gente muy perfecta que se diga. ¿Podrán llevar adelante la obra que se les encomendó? Para ser breve: dados sus antecedentes, hoy en día no tendrían la posibilidad de ser nombrados obispos o elegidos como papa.
En el Evangelio de Juan hay tres ocasiones más donde Jesús se dirige a una mujer como a su esposa - ¡y no son precisamente mujeres perfectas! Ya hemos meditado sobre Magdalena y la Samaritana.
Otra faceta de la Iglesia es representada por la mujer sorprendida en adulterio. Antes de apedrearla, los presentes aprovechan la situación para tender una trampa a Jesús; la ley de Moisés es clara: el adulterio está penado con la muerte. Jesús les recuerda a los jueces que todos somos pecadores. Se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más (Juan 8,10-11).
Jesús trata a esta pobre infeliz como “mujer”, es decir, esposa. En este contexto es importante que no pensemos en su adulterio solamente como un pecado sexual. A lo largo del Antiguo Testamento, el adulterio ha sido el símbolo de la infidelidad del pueblo de Israel a la alianza con Dios. La idolatría es adulterio. La mujer adúltera del evangelio representa a la iglesia que, a lo largo de su historia, una y otra vez ha sido infiel a la misión que el Resucitado le ha encomendado. Fue el Papa Juan Paulo II quien públicamente pidió perdón por tantos errores y pecados cometidos por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Y donde otros se esfuerzan por encontrar los “trapos sucios” de la Iglesia y sus ministros, Jesús les ofrece continuamente su perdón. “No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia” rezamos en la misa antes de darnos la paz. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Romanos 5,20). Nuestros pecados pueden ser muchos y graves, pero Jesús nos ofrece continuamente su perdón. La Iglesia es este ambiente de perdón. Esa es su misión, nuestra misión: reconciliar, en vez de condenar
Tomado, y ligeramente editado de mi libro "María, Modelo del Creyente"

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