Estoy
percibiendo un desconcierto porque tantos programas y actividades
pastorales parecen dar pocos frutos. Quisiera compartir algunas
observaciones que, a mi manera de ver, pueden tener que ver con este
asunto:
Me da la sensación
de que la mayoría de los programas se dirige, no a la persona, sino
al intelecto. Enseñamos “verdades” de la fe. Y nos olvidamos de
que la fe, a lo largo de toda la Escritura, se nos presenta como un
camino con Dios, con todos los altibajos de una relación. Estamos
invitados a creer, en primer término, en Alguien. A poner
nuestra confianza en Él. Sólo cuando nuestra relación con Él
llega a este punto en que decimos “hágase TU voluntad”, comienza
realmente nuestro crecimiento. Y comenzamos a ver – y experimentar
– quién es Él realmente. Se trata de una relación personal. Ésta
es la base para todo lo demás. Mientras no hayamos llegado a este
punto, todo lo que podamos decir de Dios será teoría, fantasía,
invento humano, un dios de filósofos y, en todo caso, contaminado
por los deseos de nuestro ego. Y no nos da muchas ganas de dar
testimonio. Porque uno no puede dar testimonio de teorías. Además,
hay otras teorías sobre Dios que también son interesantes. Creo que
allí está lo atractivo de la Nueva Era.
Nuestra cultura
occidental está muy contaminada por esta tendencia racionalista, que
se convierte fácilmente en utilitarista, invocando a Dios y pidiendo
que resuelva nuestros problemas. Pero los actores principales
seguimos siendo – inconscientemente – nosotros.
Y, quizá,
arrastramos también desde la temprana Edad Media la imagen de la
sociedad de entonces: los que hacen la guerra, que son también los
gobernantes; los que oran, que son el clero y los monjes; y los
trabajadores, que tienen que trabajar por su propio sustento y el de
los otros grupos. Así se veía la sociedad desde la época
carolingia en el siglo noveno. De allí la idea de que el clero y los
monjes son para rezar porque los otros dos grupos no tienen tiempo
para ello. Esto es, por supuesto, un poco simplificado. Pero todavía
lo experimentamos: “Padre, Ud. que está tan cerca de Dios” - y
tú ¿no lo tienes en tu corazón? “Rece por mi” - y tú, ¿no
rezas? “Mandamos una misa” - pero no asistimos (con el “pago”
es suficiente). “Oigo misa” - pero no participo. “Bendígame
esta medalla para que me proteja” - ¡pero no se confiesa ni
comulga!
Hay que superar este
esquema mental. Estamos llamados a entrar en una relación personal
con Dios. Y los sacerdotes y agentes pastorales estamos llamados a
facilitarles el acceso a Dios a los que están a nuestro cargo. Eso
exige nuestro ejemplo y testimonio. Por ellos me consagro, para
que queden consagrados con la verdad, dice Jesús según Juan
17, 19.
Esto me lleva a una
segunda observación: vivimos, de hecho, cierto “pelagianismo”.
Si nuestra “fe” consiste solamente en una serie de verdades, la
moral queda reducida al intento de alcanzar la perfección por
nuestro esfuerzo propio. Y Dios es reducido a una instancia que debe
darme fuerzas para cumplir cuando no puedo. Y – lo que es peor –
Dios se convierte en nuestra mente en un vigilante que se dedica a
atraparme y, al final, a castigarme. ¿Dónde está la misericordia
de Jesús? ¿Dónde queda la Buena Noticia de que todos somos
esencialmente buenos y que, por lo tanto, podemos volver una y otra
vez a nuestro primer Amor que nos acoge con los brazos abiertos y nos
perdona - como lo hizo el padre con su hijo pródigo?
Una auténtica
renovación de la iglesia pasa por la profundización de nuestra
relación con Dios en la persona de Jesucristo. Pasa por este momento
cuando le decimos que se haga SU voluntad. Pasa por una muerte donde
dejamos atrás los planes y las ideas de nuestro ego, para recibir de
Dios “cien veces más”. Entonces nuestra moral será una
respuesta al amor de Dios. Y nuestro testimonio dará frutos porque
sabemos de qué estamos hablando. Ésta es la fuerza de la iglesia y
de sus mártires.