La
encarnación del Hijo de Dios es el punto final de un largo proceso
en que Dios se venía revelando durante siglos enteros.
En
el pasado
muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por
medio de los profetas. En esta etapa final nos
ha hablado por medio de su Hijo,
a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él
es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es,
y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que
purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la
derecha del trono de Dios (Hebreos
1,1-3).
Los Judíos no tenían imágenes de Dios, pero
creían tener una idea muy clara de cómo era Él, de cómo debía
ser el Mesías. Como respuesta a este error, el evangelio de Juan
pone en el primer capítulo esta frase lapidar: Nadie
ha visto jamás a Dios; el
Hijo único, Dios, que estaba al
lado del Padre, Él nos lo dio a
conocer (Juan
1,18). Es como si dijera, "¡déjense de fantasías! ¡no se
pongan a inventar!" Nadie
puede imaginarse cómo es Dios. Incluso la religión del antiguo
testamento llegó solamente hasta cierto punto. Pero de allí en
adelante, Dios mismo tuvo que intervenir. Por eso, el nacimiento de
una virgen: por una parte hay continuidad en el desarrollo de la
revelación. Por otra parte hay una discontinuidad, algo
completamente novedoso, inaudito.
Jacob
engendró a José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado
el Mesías. (De este modo, todas las generaciones de Abrahán a David
son catorce; de David hasta el destierro a Babilonia, catorce; del
destierro de Babilonia hasta el Mesías, catorce.) El nacimiento de
Jesucristo sucedió así: su madre, María,
estaba comprometida con José, y antes del matrimonio, quedó
embarazada por obra del Espíritu Santo
(Mateo
1,16-18).
Por eso, en la plenitud de los tiempos, Dios envió
a su Hijo. La Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros (Juan 1,14).
O, como diría San Pablo: Cristo, a
pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de
Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos
(Filipenses 2,6-7). Jesús, al entrar en este mundo, trastorna todo
lo que la humanidad pueda pensar y decir sobre Dios. Todos estos
intentos no son más que proyecciones de nuestros deseos y miedos
que, al fin y al cabo, provienen de nuestro ego, nuestro falso yo.
A
medida que (el
hombre)
se hace cristiano, se encuentra con la paradoja de la revelación en
la persona de Cristo. En Cristo Dios revela su "gloria"
(Juan 1,14)... la gloria del amor... Porque Dios no sólo es amor; Él
es nada más que amor1.
Con
la encarnación, Dios nos revela dos cosas íntimamente relacionadas:
En primer término, se revela a sí mismo, nos dice quién es Él
realmente: un misterio insondable, pero que se relaciona con el
hombre. Se llamará Emanuel, que significa:
Dios con nosotros (Mateo
1,23). Y es más: es precisamente al entrar en relación con Dios
cuando nos damos cuenta de quién es Él. El hablar de Dios en
conceptos nos divide porque muchos tenemos conceptos e ideas
distintas y, como dije, proyecciones de nuestra mente contaminada por
el pecado. Y podemos llegar, como última consecuencia, a la
constatación de Richard Lowell Rubinstein, cuando había terminado
la guerra, y se conoció la magnitud del extermino de los judíos:
Después
de Auschwitz, ya no hay Dios2.
Por
eso, la única manera válida de hablar de Dios, es hablando de
nuestra experiencia,
tal y como la podemos tener en nuestro trato con Jesús.
El
mismo Señor tuvo la experiencia de Dios como Padre, como alguien
totalmente digno de confianza. Lamentablemente, muchas veces nos
olvidamos del aspecto materno de Dios, porque, por tantas ideas
nuestras sobre Él, lo hemos puesto muy lejos, "allá en el
cielo". Nos hemos olvidado de su presencia en y entre nosotros,
una presencia que, igualmente, nos inspira una confianza íntima. El
hecho de que Jesús llamara a Dios "Padre", no tiene nada
que ver con una mentalidad patriarcal. A mi manera de ver, llamar a
Dios "Madre" refleja nuestra experiencia
de la presencia protectora de Él, como dice el salmo: En
el asilo de tu presencia nos escondes
(Sal 30,21), mientras que, cuando lo llamamos Padre, nos referimos a
esta experiencia donde se nos pide salir de nuestras limitaciones y
nuestra área protegida, cuando se nos exige más de lo que creemos
poder dar. Además, estas discusiones sobre el género son un asunto
de nuestros idiomas europeos, donde los sustantivos tienen género
masculino o femenino. En otros idiomas, los sustantivos no tienen
género. Y en hebreo, "ruaj", el Espíritu Santo, es
femenino, es esta presencia de Dios que nos acompaña siempre.
En
segundo término, la encarnación nos revela nuestra verdadera
esencia humana, tal como Dios nos había pensado desde el principio:
"El ángel fue enviado a María en el sexto mes". Según
el simbolismo del número 6, fue el sexto día cuando Dios creó al
hombre. Ahora, con Jesús, se crea al hombre cabal, la imagen
perfecta de Dios. El "sexto día", según Juan, Jesús
muere en la cruz, diciendo que
todo se ha cumplido (Juan
19,30), la creación del hombre está terminada.
Hablamos
de nada menos que la divinización del hombre - que no tiene nada que
ver con esta creencia moderna de que seremos dioses. Acuérdate
de esta distinción entre él y tú: él
es tu ser, pero tú no eres el suyo.
Cierto que todo existe en él como en su fuente y fundamento del ser,
y que él existe en todas las cosas, como su causa y su ser. Pero
queda una distinción radical: él solo es su propia causa y su
propio ser3.
Llegaremos
a esta transformación cuando consintamos no sólo a su presencia,
sino también a su acción en nosotros.
Dios se manifiesta en lo
que hace. Su plan para el hombre que realiza en Cristo manifiesta su
esencia más íntima. Si la encarnación es una acción humilde,
significa que Dios mismo es humilde... Dios respeta absolutamente la
libertad del hombre. Lo creó no para petrificarlo o violentarlo. Por
eso nunca grita ni se impone... Se mantiene escondido para no ser
irresistible... Su invisibilidad viene del pudor... La
voz de Dios casi no se distingue de un silencio4.
La
presencia de Dios es extremadamente precaria. Pensemos en la
concepción virginal: José no logró explicarse eso, y por poco
abandona a María. Los peligros de un embarazo y parto; la mortalidad
infantil; la persecución de Herodes, y un largo etcétera...
El
25 de agosto de 1941 Etty Hillesum escribe en su diario: Dentro
de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me
es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese
pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo.
Y el 18 de mayo de 1942 reflexiona: Las
amenazas desde fuera, siempre más grandes; el terror aumenta
diariamente. Me rodeo de la oración como de un muro protector, me
retiro a la oración como a la celda de un monasterio; y después
vuelvo a salir afuera más concentrada, más fuerte, más decidida.
Frecuentemente falta alguien
que nos acompañe y oriente en nuestro camino espiritual; entonces es
muy importante descubrir este pozo y alimentarse de él.
Nuestro cuerpo, el cuerpo de cada uno,
es templo del Espíritu Santo,
y sacramento de la presencia de
Dios.
1
P. François
Varillon, L'humilité de Dieu (La Humildad de Dios), citado en P.
Paul Lebeau, Das suchende Herz. Der innere Weg von Etty Hillesum (El
corazón que busca. El camino interior de Etty Hillesum), p. 168
2
ib. pg. 287
3
Anónimo inglés del
siglo XIV, El libro de la Orientación Particular, 1
4
P. François
Varillon, L'humilité de Dieu (La Humildad de Dios), citado en P.
Paul Lebeau, p. 169
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