A veces encontramos
gente que quiere ser santa. Pero la mayoría de nosotros se asusta
más bien ante esta idea. Las causas pueden ser varias. En unos casos,
muy pocos, el querer ser santo puede tener como causa la vanagloria,
un poco como los discípulos Juan y Santiago que querían sentarse al
lado de Jesús en su Reino. Nos imaginamos que un día seremos
canonizados. La respuesta de Jesús debe haberles caído como un
balde de agua fría. Después de haber afirmado que eran capaces de
beber el cáliz, escucharon la promesa de Jesús: mi cáliz lo
beberán. Pero los puestos a mi lado... de éstos se encarga mi
Padre. Y cuando llegó el cáliz para Jesús, los dos - junto con los
otros - se esfumaron. Fue el buen ladrón, crucificado con el Señor,
quien alcanzó la gloria por este camino del cáliz.
La otra causa porque
pensamos que la santidad no sea para nosotros es que creemos que los
santos son una gente muy especial, muy perfectos. Pero nosotros,
conscientes de nuestras debilidades e infidelidades, no nos vemos
capaces de llegar a algo ni que lejanamente podría llamarse
santidad. Ambas posturas son erróneas. Porque ambas pretenden que la
santidad es el resultado de nuestros propios esfuerzos, unos por
exceso de confianza en sí mismos, y los otros por falta de
confianza.
Una respuesta nos da
María, la Madre de Jesús, en el canto del Magníficat: "Desde
ahora me felicitarán todas las generaciones". Ella reconoce su
grandeza, pero la pone en perspectiva: "Porque el Poderoso ha
hecho obras grandes en mí". Y en lo sucesivo lo desarrolla en
detalle. No es que nosotros seamos grandes y fuertes; es el Señor
quien hace sus maravillas en nosotros. Y el requisito para esto es
nuestra humildad, nuestra convicción de que no podemos lograr nada
por nosotros mismos.
Con esta perspectiva
- que no es únicamente mariana, sino cristiana - entendemos que
TODOS estamos llamados a la santidad. Porque todos estamos
llamados a ser una manifestación de Dios, de SU santidad, de SU
fuerza, de SU amor. No se trata entonces de emprender grandes cosas,
sino de hacer caso a la invitación de Jesús: "Conviértanse y
crean en la Buena Noticia". "Conviértanse",
literalmente "cambien su manera de pensar". No tenemos por
qué pensar en grandes esfuerzos. Mejor tomemos en serio la Buena
Noticia. ¿Cuál es? Es la gran noticia de que Dios nos ama, nos ama
de manera ilimitada, permanente, sin retractarse, por encima de
nuestras debilidades e infidelidades. "Si somos infieles, Él
sigue siendo fiel" dice el apóstol. Cuando aceptamos que somos
amados por Dios sin reservas, entonces sentiremos una fuerza interior
que se traduce en una sana autoestima, en la fortaleza de resistir lo
"políticamente correcto". Como dice San Pablo, "Si
Dios está con nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?"
Dios nos ama; otro asunto es si nos dejamos amar, o si seguimos
buscando un amor sustituto y pasajero en las cosas y personas
creadas.
En la oración
centrante practicamos precisamente esto: consentimos a la presencia
de Dios en nosotros, de un Dios que nos ama y acepta tales como
somos. La aceptación de este amor nos capacita para consentir
también a la acción de Dios en nosotros. Y no se trata de cumplir
mandamientos - eso sería legalista. Ahora tenemos los oídos de
nuestro corazón afinados para escuchar la voluntad de Dios en la
situación concreta y los detalles de nuestra vida. Por eso los
Santos son también signos proféticos de Dios en su época
respectiva. Dios nos habla y actúa a través de ellos.
Este camino está al
alcance de todos nosotros.
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