Iglesia
Abacial de Sta. Otilia
Corona
de Adviento
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En
la liturgia celebramos todo un ciclo navideño que dura varias
semanas. Desde hace unos años para acá, el ambiente que nos rodea
se ha dado a hablar de "fiestas decembrinas", o "fiestas
de fin de año". De esta manera se evita que se recuerde la
razón de ser de estas fiestas: la navidad, el nacimiento de nuestro
Señor Jesucristo, la manifestación de Dios
hecho hombre
en este mundo y en nuestras vidas. La temporada del adviento ya no
tiene cabida en esta visión. Las semanas antes de navidad se
convierten en un tiempo estresante para hacer las compras que se
consideren necesarias.
Pero
si hacemos las cosas como nos enseña nuestra fe, damos a cada
aspecto su propia importancia. Comenzamos con el adviento, pasamos
por el nacimiento y la manifestación del Señor, y terminamos
con el bautismo de Jesús. En adviento celebramos nuestra esperanza
de que Dios llegará a visitarnos. Esta llegada es muy diferente de
lo que nos imaginamos: Dios no llegó con bombos y platillos, como
rey o vengador, sino que se hizo hombre. Como rezamos en la plegaria
eucarística 4, compartió
en todo nuestra condición humana, menos en el pecado.
San
Bernardo de Claraval nos habla de las tres venidas de Jesús: la
primera, en su nacimiento en Belén, la segunda, en nuestro corazón,
y la tercera cuando vuelva con poder y gloria. Lamentablemente, en
nuestra consciencia no se le ha dado mucha importancia a esta segunda
venida, a este nacimiento de Dios en nuestro corazón. Sin embargo,
éste es de suma importancia. Cuando rezamos cada día, incluso
varias veces, que venga
a nosotros tu Reino,
no es para quedarnos sentados tranquilos y de brazos cruzados,
esperando que Dios venga, que elimine a los malos, y a nosotros que
nos creemos buenos, nos dé el premio en su Reino. Más bien se nos
pide que le entreguemos a Dios el gobierno sobre nuestra vida, para
que sea Él quien reine, para que se haga SU voluntad, no ya la
nuestra. Porque, como dice el Señor, el
reino está dentro de Uds.
Y esto exige nuestra cooperación activa. De esta manera apresuramos
la venida del día de Dios
(2Pedro 3.12). También el evangelista Marcos nos pide, que preparen
el camino al Señor, enderecen sus senderos (Marcos
1,3).
Se puede pensar que, cuantas más personas hacen este "cambio de
gobierno" en su corazón, tanto más pronto se establece el
Reino de Dios. Y la venida de Jesús en poder y gloria no tiene por
qué inspirarnos miedo sino que, como dice el evangelio, nos invita a
ser vigilantes y estar alerta.
La
liturgia de estas semanas nos presenta dos figuras
importantes que pueden guiarnos en esta esperanza activa del Señor.
El primero es Juan el Bautista. Él dice de sí mismo, yo
no soy el mesías (Juan
1,20). Juan era muy conocido y apreciado. Pero dejaba bien claro que
no era él quien iba a salvar a Israel. Nosotros, muchas veces,
esperamos que alguien nos arregle los problemas y nos saque de
apuros. O,
en el peor de los casos, nosotros mismos nos creemos el centro de
atención y el encargado de salvar a todo el mundo. Juan
apunta a otro,
a Jesús.
El adviento nos invita a ser humildes y a
reconocer
que la salvación no depende de nosotros, sino que ya estamos
redimidos. Sólo estamos encargados de anunciarlo. En otra ocasión,
Juan deja esto más claro todavía: Buscaron
a Juan y le dijeron: Maestro, el que estaba contigo en la otra orilla
del Jordán, del que diste testimonio, está bautizando, y todo el
mundo acude a él ("¡Se
te va la clientela!").
Respondió
Juan: No puede un hombre recibir nada si no se lo concede del cielo.
Ustedes son testigos de que dije: Yo no soy el Mesías, sino que me
han enviado por delante de él. Quien se lleva a la novia es el
novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la
voz del novio. Por eso mi gozo es perfecto. Él
debe crecer y yo disminuir
(Juan 3,26-30). Cada uno de nosotros está llamado a facilitar el
acceso a Dios a la gente que nos pide orientación. No es correcto
crear apegos entre ellos y nosotros.
La
otra persona que nos ayuda a celebrar bien el adviento es María, la
madre de Jesús.
Ella consintió a la acción de Dios en su vida. Se vació tanto de
sí misma que Dios pudo llenarla, incluso físicamente, de la
presencia de su Hijo. En el himno del Magníficat (Lucas 1,46-55),
María reconoce que todos la felicitarán. Pero también, que es Dios
quien ha hecho obras grandes en ella. Se mencionan expresamente
nuestros tres centros de energía que, por la falta de confianza en
Dios, se han convertido en nosotros en centros de necesidades
exageradas: el centro de afecto y estima, el de poder y control, y el
de seguridad y supervivencia. Despliega
la fuerza de su brazo,
dispersa
a los soberbios en sus planes,
derriba
del trono a los poderosos
y
eleva a los humildes,
colma
de bienes a los hambrientos
y
despide vacíos a los ricos
(Lucas 1,51-53).
Al volver a aceptar la voluntad de Dios en nuestra vida, encontramos
nuestros recursos necesarios, nos sabemos amados infinitamente, y
podemos confiar en que Dios está en control y que lleva todo a un
final bueno.
En
la oración centrante practicamos precisamente esto: consentimos a la
presencia y acción de Dios en nosotros. Ella nos da el sosiego
necesario para pasar este adviento en alegre esperanza.
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